Los coquetos pétalos rosas besan las suaves corrientes de aire. El sol se asoma tímido entre las únicas nubes que cubren el cielo. Dos o tres, no más. El resto, azul. La brisa no es suficiente como para obligarme a vestir la chaqueta vaquera que yace en el banco de piedra, junto a mí. La piel de mis brazos, desnudos bajo la manga corta, se eriza. Pero no tengo frío. Al menos no más que el que siento en mi interior.
El calendario marca el veinte de abril.
El calendario marca el veinte de abril.
En mi cabeza, es cuatro de julio. El cuatro de julio de hace dos años. Clara estaba sentada a mi lado. Eran las nueve y media de la noche, en el Maremagnum de Barcelona el cielo aún acusaba la presencia del astro moribundo. En aquella ocasión, el banco era de madera. Cerca del acristalado centro comercial, visualizábamos parte del puerto de la ciudad condal. El agua del Mediterráneo se encontraba apenas a unos metros de nosotras. Olía a mar. Empezaba a abrirse el puente levadizo cuando noté sus dedos suaves rozar el lateral de mi mano derecha, casi por casualidad.
—Algún día me gustaría dar un paseo en barco. Me gustaría saber qué se siente al estar rodeada de agua, solo de agua, con la orilla lejos de mí —comentó Clara en voz baja.
—Has vivido aquí toda tu vida, ¿de verdad no has montado nunca en ninguno? —me extrañé. Recuerdo que tuve que esforzarme para que mi voz no temblara.
—Cuando era pequeña, mis padres nunca me traían aquí. Era complicado. Mi padre estaba siempre trabajando y mi madre tenía agorafobia. Ya sabes, miedo a los espacios abiertos. Cuando me hice más mayor, supongo que nunca encontré el momento adecuado.
Giré la cabeza hacia la derecha para mirarla. Los dos pequeños ónices que formaban los ojos de Clara se mantenían fijos en algún punto del agua. Las luces de los edificios se reflejaban en la superficie y, a su vez, esta se proyectaba en las pupilas de mi amiga. En aquel momento no podía saber lo que estaba pasando por esa cabecita de melena trazada en tinta negra. Lo único que tenía claro era que, en el interior de mi mente, todo era una maraña sin orden ni control.
—La próxima vez que venga a Barcelona podemos dar una vuelta en Las Golondrinas. —Señalé con el dedo el puesto fijo de venta de tickets a lo lejos, al lado del cual flotaba un barquito turístico.
—No te vayas.
Buscó mis ojos al formular su repentina petición. Mi estómago entonces ascendió tan alto como los extremos del puente levadizo. De pronto, pensar en que al día siguiente tenía que tomar un vuelo desde el Aeropuerto de El Prat hasta el de Barajas, hizo que tuviera el impulso de salir corriendo. Pero no me moví. Me quedé allí, con ella.
—Tengo que volver al trabajo. Es complicado cuadrar las vacaciones. Estamos con el personal mínimo en la clínica —expliqué, probablemente más para convencerme a mí misma de por qué debía volver a Madrid.
—Podrán sobrevivir sin ti. —Su mirada era tan intensa que casi me lo creí.
—Creo que el doctor se volvería loco si tuviera que pasar una semana más sin su enfermera en estas fechas —reí. Pero no sentía alegría alguna. Un peso me estrujaba la garganta y tenía la sensación de que solo podría liberarme gritando. En lugar de eso, se me escapó un susurro—: Nada me gustaría más que quedarme.
—Podríamos fingir que te secuestro —bromeó ella. Fue la primera vez que sonrió desde que nos hubimos sentado. Era una sonrisa preciosa y me ruboricé al darme cuenta por enésima vez—. ¿Qué cantidad podríamos pedir de rescate?
—La suficiente como para que decidan que es mejor dejarme aquí. —No pude evitar ensanchar mis labios también. Su gesto era demasiado contagioso—. En fin, quería que fuera una sorpresa, pero supongo que es mejor decírtelo ahora. Vuelvo a tener vacaciones del uno al quince de agosto. Ya tengo reservados los billetes para venir.
Los ojos almendrados de Clara se rasgaron aún más ante la inesperada noticia, acompañando a la gran sonrisa que me mostró. Fue en ese preciso momento en el que mi corazón pareció hacerse tan grande como la luna. La misma que dejaba su rastro plateado sobre las aguas cada vez más oscuras del puerto de Barcelona. Recibí su abrazo como el desierto recibe una tormenta. Porque es eso en lo que ella se ha convertido para mí. Sus brazos desnudos se enroscaron alrededor de mi cuello. Estaba tan cerca que pude sentir el aroma de su perfume afrutado. Cerré los ojos de modo inconsciente, tratando de guardar en mi memoria cada sensación que ese simple contacto me provocaba. Su cabello negro se enredaba con las hebras doradas del mío. Entonces se separó lo justo como para que su rostro se me quedara a escasos centímetros. Sus largas pestañas enmarcaban los ojos en los que me veía reflejada.
Me besó.
Un contacto tan espontáneo que paralizó todas y cada una de mis células. Colocó sus delicadas manos de artista de la pintura a ambos lados de mi cara. No supe reaccionar, no supe lograr que mis neuronas realizasen las conexiones adecuadas que me permitieran mover los labios junto a los suyos. Se apartó despacio, con las mejillas dulcemente coloreadas de cereza.
—Lo siento —susurró.
Pero al escucharla supe que quien debía sentirlo era yo. No había estado a la altura de un momento que secretamente había estado deseando desde hacía varios días. Tuve que juntar las manos sobre mi regazo para evitar, una vez más, que temblaran.
—No debí haber hecho esto sin saber… —Sus palabras se desvanecieron bajo el calor del aire estival, abandonando la frase a su suerte.
Clara y yo nos habíamos conocido en un festival de música unos seis meses antes de aquel cuatro de julio, ahora tan lejano. Cada una habíamos acudido allí con nuestro respectivo grupo de amigos. Los avatares de la vida quisieron que coincidiéramos. El primer recuerdo nítido que tengo de ella fue cuando empezamos a cantar juntas la canción Angels, del grupo de metal sinfónico Within Temptation. El aspecto que Clara había llevado entonces había sido muy parecido al mío. Siempre me gustó la ropa oscura. A partir de entonces, empezamos a hablar mucho por Whatsapp. Ambas nos empezamos a dar cuenta de que congeniábamos muy bien.
La verdad, nunca me importó su orientación sexual. Y siempre creí tener muy clara la mía. Pero no contaba con que iba a conocer una persona como ella. Fue precisamente en este último viaje a Barcelona, su ciudad, en el que me di cuenta de que la quería. No como amiga, eso yo ya lo sabía, sino como algo más. Nunca me había sucedido nada parecido y al principio no sabía muy bien cómo sentirme al respecto. Estaba confusa y apenas tenía tiempo para asimilar lo que acababa de descubrir, puesto que su sonrisa me asaltaba cuando menos me lo esperaba. Sin ella saberlo, me hizo saber que la confusión no era más que un estado derivado del miedo por aceptarme a mí misma. Hay a quienes les cuesta media vida aceptarse tal y como son, pero yo tardé apenas unas horas. Las mismas que me sirvieron para darme cuenta de cuánto necesitaba a esa chica de cabello y ojos oscuros en mi corazón. Con todo, me daba miedo confesárselo a ella. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si sentía lástima por mí? ¿Y si…?
Aquel beso en el puerto de Barcelona despejó todas mis dudas. A cambio, me dejó el sabor de un alma que ansiaba abrazar con todas mis fuerzas.
—¿Sin saber el qué? —le dije sin aliento—. ¿Sin saber que me gustas?
La necesidad de volver a tenerla cerca impulsó mi valentía. Apoyé las manos sobre sus antebrazos y la atraje hacia mí. Inhalé su respiración justo antes de volver a probar sus labios.
Barcelona desapareció.
El resto del mundo, con sus prejuicios, desapareció. Tan solo estábamos el mar, ella y yo.
—Algún día me gustaría dar un paseo en barco. Me gustaría saber qué se siente al estar rodeada de agua, solo de agua, con la orilla lejos de mí —comentó Clara en voz baja.
—Has vivido aquí toda tu vida, ¿de verdad no has montado nunca en ninguno? —me extrañé. Recuerdo que tuve que esforzarme para que mi voz no temblara.
—Cuando era pequeña, mis padres nunca me traían aquí. Era complicado. Mi padre estaba siempre trabajando y mi madre tenía agorafobia. Ya sabes, miedo a los espacios abiertos. Cuando me hice más mayor, supongo que nunca encontré el momento adecuado.
Giré la cabeza hacia la derecha para mirarla. Los dos pequeños ónices que formaban los ojos de Clara se mantenían fijos en algún punto del agua. Las luces de los edificios se reflejaban en la superficie y, a su vez, esta se proyectaba en las pupilas de mi amiga. En aquel momento no podía saber lo que estaba pasando por esa cabecita de melena trazada en tinta negra. Lo único que tenía claro era que, en el interior de mi mente, todo era una maraña sin orden ni control.
—La próxima vez que venga a Barcelona podemos dar una vuelta en Las Golondrinas. —Señalé con el dedo el puesto fijo de venta de tickets a lo lejos, al lado del cual flotaba un barquito turístico.
—No te vayas.
Buscó mis ojos al formular su repentina petición. Mi estómago entonces ascendió tan alto como los extremos del puente levadizo. De pronto, pensar en que al día siguiente tenía que tomar un vuelo desde el Aeropuerto de El Prat hasta el de Barajas, hizo que tuviera el impulso de salir corriendo. Pero no me moví. Me quedé allí, con ella.
—Tengo que volver al trabajo. Es complicado cuadrar las vacaciones. Estamos con el personal mínimo en la clínica —expliqué, probablemente más para convencerme a mí misma de por qué debía volver a Madrid.
—Podrán sobrevivir sin ti. —Su mirada era tan intensa que casi me lo creí.
—Creo que el doctor se volvería loco si tuviera que pasar una semana más sin su enfermera en estas fechas —reí. Pero no sentía alegría alguna. Un peso me estrujaba la garganta y tenía la sensación de que solo podría liberarme gritando. En lugar de eso, se me escapó un susurro—: Nada me gustaría más que quedarme.
—Podríamos fingir que te secuestro —bromeó ella. Fue la primera vez que sonrió desde que nos hubimos sentado. Era una sonrisa preciosa y me ruboricé al darme cuenta por enésima vez—. ¿Qué cantidad podríamos pedir de rescate?
—La suficiente como para que decidan que es mejor dejarme aquí. —No pude evitar ensanchar mis labios también. Su gesto era demasiado contagioso—. En fin, quería que fuera una sorpresa, pero supongo que es mejor decírtelo ahora. Vuelvo a tener vacaciones del uno al quince de agosto. Ya tengo reservados los billetes para venir.
Los ojos almendrados de Clara se rasgaron aún más ante la inesperada noticia, acompañando a la gran sonrisa que me mostró. Fue en ese preciso momento en el que mi corazón pareció hacerse tan grande como la luna. La misma que dejaba su rastro plateado sobre las aguas cada vez más oscuras del puerto de Barcelona. Recibí su abrazo como el desierto recibe una tormenta. Porque es eso en lo que ella se ha convertido para mí. Sus brazos desnudos se enroscaron alrededor de mi cuello. Estaba tan cerca que pude sentir el aroma de su perfume afrutado. Cerré los ojos de modo inconsciente, tratando de guardar en mi memoria cada sensación que ese simple contacto me provocaba. Su cabello negro se enredaba con las hebras doradas del mío. Entonces se separó lo justo como para que su rostro se me quedara a escasos centímetros. Sus largas pestañas enmarcaban los ojos en los que me veía reflejada.
Me besó.
Un contacto tan espontáneo que paralizó todas y cada una de mis células. Colocó sus delicadas manos de artista de la pintura a ambos lados de mi cara. No supe reaccionar, no supe lograr que mis neuronas realizasen las conexiones adecuadas que me permitieran mover los labios junto a los suyos. Se apartó despacio, con las mejillas dulcemente coloreadas de cereza.
—Lo siento —susurró.
Pero al escucharla supe que quien debía sentirlo era yo. No había estado a la altura de un momento que secretamente había estado deseando desde hacía varios días. Tuve que juntar las manos sobre mi regazo para evitar, una vez más, que temblaran.
—No debí haber hecho esto sin saber… —Sus palabras se desvanecieron bajo el calor del aire estival, abandonando la frase a su suerte.
Clara y yo nos habíamos conocido en un festival de música unos seis meses antes de aquel cuatro de julio, ahora tan lejano. Cada una habíamos acudido allí con nuestro respectivo grupo de amigos. Los avatares de la vida quisieron que coincidiéramos. El primer recuerdo nítido que tengo de ella fue cuando empezamos a cantar juntas la canción Angels, del grupo de metal sinfónico Within Temptation. El aspecto que Clara había llevado entonces había sido muy parecido al mío. Siempre me gustó la ropa oscura. A partir de entonces, empezamos a hablar mucho por Whatsapp. Ambas nos empezamos a dar cuenta de que congeniábamos muy bien.
La verdad, nunca me importó su orientación sexual. Y siempre creí tener muy clara la mía. Pero no contaba con que iba a conocer una persona como ella. Fue precisamente en este último viaje a Barcelona, su ciudad, en el que me di cuenta de que la quería. No como amiga, eso yo ya lo sabía, sino como algo más. Nunca me había sucedido nada parecido y al principio no sabía muy bien cómo sentirme al respecto. Estaba confusa y apenas tenía tiempo para asimilar lo que acababa de descubrir, puesto que su sonrisa me asaltaba cuando menos me lo esperaba. Sin ella saberlo, me hizo saber que la confusión no era más que un estado derivado del miedo por aceptarme a mí misma. Hay a quienes les cuesta media vida aceptarse tal y como son, pero yo tardé apenas unas horas. Las mismas que me sirvieron para darme cuenta de cuánto necesitaba a esa chica de cabello y ojos oscuros en mi corazón. Con todo, me daba miedo confesárselo a ella. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si sentía lástima por mí? ¿Y si…?
Aquel beso en el puerto de Barcelona despejó todas mis dudas. A cambio, me dejó el sabor de un alma que ansiaba abrazar con todas mis fuerzas.
—¿Sin saber el qué? —le dije sin aliento—. ¿Sin saber que me gustas?
La necesidad de volver a tenerla cerca impulsó mi valentía. Apoyé las manos sobre sus antebrazos y la atraje hacia mí. Inhalé su respiración justo antes de volver a probar sus labios.
Barcelona desapareció.
El resto del mundo, con sus prejuicios, desapareció. Tan solo estábamos el mar, ella y yo.