Supongo que se aprende a vivir viviendo. No obstante, ¿cómo se aprende a no vivir? No existe ningún manual. Nadie ha regresado del otro lado para escribirlo. Tal vez alguien debería. Moriría por ver la expresión de todos aquellos escépticos con respecto a lo que hay Más Allá. Pero no puedo morir otra vez.
No fui mucha cosa en vida. Me llamo... me llamaba Liv. No sé hasta qué punto es correcto seguir utilizando el presente. Liv. Un nombre que no era lo suficientemente largo como para siquiera emplear mucho tiempo en pronunciarlo. A veces me pregunto si de llamarme de otro modo habría sido más popular. Stacy, Tasha, Milena. Cualquiera habría bastado. Bueno, a las chicas más populares del instituto les valía. Pero ¿quién iba a fijarse en Liv? En la tímida Liv. En Liv la rarita. Liv, la de las calificaciones mediocres. La friki, la “oh mira, ha hablado”. Creo que no recuerdo ningún título positivo. Lo único que se me daba bien era bailar. Oh, sí. Cuando las notas musicales se introducían por mis oídos, mi cuerpo parecía saber a la perfección cómo fundirse con cada uno de los sonidos. La armonía me sumergía por completo en una realidad paralela, aquella que solamente yo podía ver, y donde mis movimientos eran los protagonistas de un mundo que se detenía para mí.
Tras un esfuerzo horrible para superar la vergüenza, decidí mostrar mi pequeño talento a los demás. Era mi último curso en el instituto, ¿qué podía perder? Con un poco de suerte al año siguiente no volvería a ver a nadie de ese estúpido lugar. Tampoco quería pensar mucho acerca de la universidad y la más que posible repetición de la historia. Bueno, si es que me admitían en alguna. Siempre me quedaré con esa duda. La cuestión es que después de armarme de valor, hice la prueba para el grupo de teatro y danza del instituto. No voy a fingir que no esperaba que me aceptaran allí tras verme bailar pero me sentía demasiado pequeña como para ni siquiera adoptar una actitud altanera. Sin embargo, en los ensayos era capaz de aparcar todos esos monstruos y transformar mi alma, entregarla a la danza. Me dieron el papel protagonista de la obra. Sufría vértigos tan solo de pensar que habría decenas, si no cientos, de ojos puestos en mí. Pero conseguía mantener la capacidad de crear aquella burbuja que mantenía mi salud mental a salvo frente a los demás, lo que me permitía llanamente dejar que mis células fluyeran y se fundieran con la melodía.
Pero nadie me había avisado de que tenía un corazón débil. La enésima tara de Liv.
El día del estreno el teatro estaba rebosante. Recuerdo haberme asomado por una diminuta rendija del telón. Me vi obligada a ignorar aquellos sudores fríos que de pronto querían paralizarme. Sonaba extraño pensarlo, pero confiaba en mí. Y estuve repitiendo esa frase hasta que fue el turno de actuar. Los primeros acordes inundaron la gran sala. Yo ya estaba en el centro del escenario, a oscuras. Entonces dos focos tenues nacieron a cada lado y convergieron en mi cuerpo, fusionando sus centros. Me sentí expuesta, como en el interior de una vitrina de un museo cualquiera. Y no podía escuchar otra cosa que no fueran las notas que me indicaban que tendría que haber empezado a moverme ya. Pero oía risas, mofas, burlas. Sentía que me señalaban de todas partes, cubriendo unos labios que solamente hablaban para comentar acerca de mí, de lo poca cosa que parecía en aquel escenario. Nadie decía nada, nadie se movía. Pero yo veía sus sombras cernirse sobre mí. O eso creía, pues poco a poco todo comenzó a quedar negro a mis ojos. Mi burbuja se resquebrajaba. Lo último que vi fue al que iba a ser mi compañero de baile corriendo, una vez ya estuve en el suelo. Se agachó a mi lado. ¿Era miedo lo que brillaba en sus ojos? No lo sé. Lo único que podía mirar era a su sombrero. Fue rápido. No percibí dolor alguno. No me percaté de cómo mi corazón corría hasta límites extenuantes para después detenerse.
Fue extraño cuando la consciencia regresó a mí tiempo más tarde. ¿Cuánto? No puedo asegurarlo. Tal vez no debería hablar de una consciencia como la que estaba acostumbrada a sentir. Los muertos jamás la recobran. Miré al frente. La sala estaba oscura. Las butacas no recogían a nadie y la buena acústica no podía hacer su trabajo porque no había música. Pero yo oía aquella melodía. Los cuerdas de los violines suspiraban notas y las tímidas teclas del piano eran sus fieles acompañantes. Levanté los brazos despacio, colocándolos en un ángulo elegante. Era así como habría comenzado mi danza. Me incliné con suavidad hacia la izquierda y mi pierna derecha quedó desplegada, grácil. Aún me acompañaba el vestido que guardó mi cuerpo cuando perdí la vida. Recuerdo que no me importó demasiado mi nueva condición invisible. Al fin y al cabo así había sido siempre el color de mi existencia. Las faldas del vestido ahora lucían vaporosas, mecidas por una suave brisa que aquella inmensa habitación teatral nunca había conocido. Me notaba más ligera. Mis pasos me dibujaban esbelta, delicada, etérea.
Entonces apareció él. Mi acompañante. Lo primero que vislumbré bajo aquellos haces de luz imposible fue su sombrero. ¿Cómo era posible? ¿Acaso el chico que interpretaba aquel papel también había abandonado la realidad de corazones palpitantes? Pero conforme se iba acercando vi unas facciones desconocidas. Aquel no era mi compañero pero conocía a la perfección la coreografía que complementaba mi cuerpo con el suyo. No importaba su identidad, carecía de significación que apenas pudiese contemplar su rostro. Su alma me lo estaba presentando. Cerré los ojos y mis movimientos se quedaron congelados en el tiempo. Las hebras doradas que componían mis cabellos flotaban a mi alrededor siguiendo la estela del oscilar de los pasos. El hombre del sombrero apoyó la mano en mi cintura con una delicadeza infinita y me invitó a aproximarme más a él. La piel de nuestros semblantes se habían quedado a escasos centímetros, si era verdad que la teníamos. Por primera vez vi sus ojos. Totalmente blancos y sin embargo los más profundos y sinceros que había conocido en la vida. Irónico que los recibiese tras mi muerte.
Aún no sé quién es el hombre del sombrero, ni de dónde viene, ni qué le ocurrió. Tampoco por qué está conmigo. Tan solo permanece a mi lado bailando esta coreografía eterna, ambos sumergidos en la danza infinita que nos unió para siempre. Y bailaremos. Y bailaremos. No hay minutos para nosotros pues estamos por encima del Reino del Tiempo. No le pregunté su nombre ni a él parece importarle el mío. Nuestras almas se encontraron cuando nadie más las veía.
Supongo que se aprende a vivir viviendo. Y ahora estoy más viva que nunca.
Beatriz G. López